jueves, 1 de diciembre de 2011

MARCEL SCHWOB


LAS EMBALSAMADORAS

A Alphonse Daudet.

No me cabe la menor duda de que en Libia, en los confines de Etiopía, donde viven hombres viejos y muy sabios, existen hechicerías aún más misteriosas que las de las magas de Tesalia. Es verdaderamente terrible pensar que los encantamientos de las mujeres pueden encerrar la luna en el marco de un espejo, o hundirla durante el plenilunio en un cubo de plata junto a estrellas empapadas, o freírla en una sartén como si fuera una amarilla medusa marina mientras la moche tesaliana es negra y los hombres que cambian de piel tienen libertad para equivocarse; todo esto es espantoso, pero yo tendría menos miedo a esas cosas que a encontrarme de nuevo con las embalsamadoras libias en el desierto color de sangre.

Mi hermano Ophélion y yo habíamos atravesado los nueve círculos de diversas arenas que rodean Etiopía. Hay dunas de tierra que a lo lejos parecen glaucas como el mar o azuladas como lagos. Los pigmeos no llegan hasta esas latitudes; los habíamos dejado en las grandes selvas tenebrosas, donde el sol no penetra jamás; los hombres de cobre que se alimentan de carne humana y se reconocen unos a otros por el ruido de las mandíbulas están más lejos, a poniente. Según todas las apariencias, el rojo desierto en el que entramos para ir hacia Libia está desnudo de hombres y ciudades.

Caminamos durante siete días y siete noches. En ésta región la noche es transparente y azul, fresca y peligrosa para los ojos, hasta el punto de que, a veces, la azulada claridad nocturna inflama las pupilas en el espacio de seis horas y el enfermo ya no ve nunca más la salida del sol. Tal es la naturaleza de este mal que sólo ataca a los que duermen sobre la arena sin taparse los ojos; pero los que caminan día y noche sólo tienen que temer el blanco polvo del desierto que irrita los párpados bajo el sol.

En la tarde del octavo día divisamos unas cúpulas blancas de pequeñas dimensiones, dispuestas en círculo sobre la planicie color sangre y Ophélion creyó que sería útil examinarlas. La noche caía rápidamente como es costumbre en el país libio y, cuando nos acercamos, la oscuridad era muy grande. Las cúpulas emergían de la tierra y en el primer momento no pudimos reconocer aberturas, pero cuando franqueamos el círculo formado por ellas, vimos que estaban perforadas por puertas de la altura de un hombre de talla mediana y que todas miraban hacia el centro del círculo. La abertura de estas puertas estaba oscura, pero a su alrededor había orificios muy estrechos por los que pasaban rayos que nos señalaban a la cara con largos dedos rojos. También nos rodeaba un olor que no conocíamos y que parecía una mezcla de perfumes y corrupción.

Ophélion me detuvo y me dijo que nos hacían señas desde una de las cúpulas. Una mujer, a la que no podíamos ver con claridad, estaba a la puerta y nos invitaba a entrar. Dudé, pero Ophélion me arrastró hasta ella. La entrada era oscura, así como la sala redonda que había bajo la cúpula y, en cuanto entramos, la que nos había llamado desapareció. Oímos una dulce voz que pronunciaba palabras bárbaras. Después, la mujer apareció de nuevo ante nosotros llevando una humeante lámpara de arcilla. La saludamos y ella nos dio la bienvenida en nuestra propia lengua griega que hablaba con acento libio. Nos indicó unos lechos de tierra cocida, adornados con efigies de hombres desnudos y de pájaros y nos hizo sentar. En seguida desapareció de nuevo diciendo que iba a buscar nuestra cena, sin que nos fuera posible ver por dónde salía, a la débil luz de la lámpara que estaba en el suelo. La mujer tenía cabellera negra y ojos oscuros, vestía una túnica de lino, un cinturón azul sujetaba sus senos y olía a tierra.

La cena que nos sirvió en platos de arcilla y copas de vidrio oscuro consistió en pan de rosca, higos y pescado salado; no había otra carne que saltamontes fritos, y el vino era rosado y pálido, aparentemente mezclado con agua, y de un exquisito sabor. Comió con nosotros pero no tocó ni el pescado ni los saltamontes. Durante todo el tiempo que permanecí bajo la cúpula no la vi llevarse carne a la boca; se contentaba con un poco de pan y frutas en conserva. No hay duda de que el motivo de tal abstinencia era un asco que se comprenderá fácilmente por este relato, y quizá los perfumes entre los que vivía esta mujer le quitaban la necesidad de alimento y la nutrían con sus sutiles partículas.

Nos preguntó pocas cosas y apenas nos atrevimos a hablarle, pues sus costumbres parecían extrañas. Después de la cena nos acostamos en nuestros lechos; ella nos dejó una lámpara y preparó otra más pequeña para sí misma; luego se marchó y vi cómo bajaba al subsuelo por una abertura situada en el extremo opuesto de la cúpula. Ophélion parecía poco deseoso de hacer conjeturas conmigo y me dormí con un sueño inquieto hasta bien entrada la noche.

Me despertó el sonido de la lámpara que crepitaba: la mecha había ardido hasta el aceite y ya no vi a mi hermano Ophélion a mi lado. Me levanté y le llamé en voz baja, pero ya no estaba en la cúpula. Entonces salí a la noche y me pareció oír, bajo tierra, gritos y lamentaciones plañideras. El sonido de aquel eco murió rápidamente. Di la vuelta a las cúpulas sin descubrir nada. Pero había una especie de estremecimiento como de un trabajo a ras del suelo, y a lo lejos se oía la triste llamada de un perro salvaje.
Me acerqué a uno de los orificios por los que brotaban rayos rojos y conseguí subirme a una de las cúpulas para mirar el interior. Entonces comprendí la rareza de la comarca y de la ciudad de las cúpulas. Pues el sitio que yo veía, iluminado por antorchas, estaba alfombrado de muertos y entre las plañideras había otras mujeres que iban de un lado para otro con vasos e instrumentos. Las veía rajar por un costado los frescos vientres y sacar intestinos marrones, verdes y azules que después guardaban en ánforas; introducir un gancho de plata por la nariz de los rostros para romper los delicados huesos de la nariz y sacar los sesos con espátulas; lavar los cuerpos con aguas coloreadas; frotarlos con perfume de Rodas, mirra y cinamomo; trenzar cabellos; engomar con color cejas y pestañas; pintar dientes y endurecer labios; pulir uñas de manos y pies y rodearlas con una línea de oro. Después, una vez estaba el vientre plano y el ombligo hueco en medio de arrugas circulares, extendían encima los dedos de los muertos, blancos y fruncidos, rodeaban muñecas y tobillos con anillos de electrón y los vendaban pacientemente con largas bandas de lino.

Aparentemente las cúpulas formaban una ciudad de embalsamadoras a las que se llevaban los muertos de las poblaciones de alrededor. En algunas habitaciones el trabajo se llevaba a cabo arriba, pero en otras se hacía en el subsuelo. La vista de un cuerpo que tenía los labios apretados y entre los que habían pasado una ramita de mirto, como en los de las mujeres que no pueden sonreír y quieren acostumbrarse a mostrar los dientes, me produjo horror.

Resolví huir con Ophélion de la ciudad de las embalsamadoras en cuanto amaneciera. Volví a nuestra cúpula, coloqué una mecha nueva en la lámpara y la encendí en el hogar que había bajo las bóvedas; pero Ophélion no había vuelto. Fui hasta el fondo de la sala, iluminé la abertura de la escalera subterránea y oí abajo ruido de besos. Entonces sonreí creyendo que mi hermano pasaba una noche de amor con una manipuladora de cadáveres. Pero no supe qué pensar cuando vi entrar a la mujer que me había recibido por una abertura que, sin duda, daba a un corredor practicado en el interior de la muralla de cemento. Se dirigió a la escalera y escuchó como lo había hecho yo. Después se volvió hacia mí y su cara me dio miedo. Frunció las cejas y pareció meterse de nuevo en el muro.

Volví a caer en un profundo sueño. Por la mañana, Ophélion estaba acostado en la cama vecina a la mía. Tenía la cara color ceniza. Le sacudí y le insté a partir. Me miró sin reconocerme. La mujer volvió a entrar y cuando la interrogué habló de un viento nocivo que había soplado sobre mi hermano.

Durante todo el día mi hermano se revolvió de un lado para otro, agitado por la fiebre, mientras la mujer lo miraba fijamente. Hacia el atardecer removió los labios y murió. Abracé sus rodillas gimiendo y lloré hasta dos horas después de la media noche. Después mi alma voló al país de los sueños. El dolor de haber perdido a Ophélion me trastornó y me hizo despertar. Su cuerpo ya no estaba a mi lado y la mujer había desaparecido.

Entonces lancé gritos y recorrí la sala, pero no pude encontrar la escalera. Salí de la cúpula, subí hasta el rayo rojo y pegué los ojos a la abertura. He aquí lo que vi:

El cuerpo de mi hermano Ophélion estaba extendido entre vasos y jarras, habían retirado sus sesos con el gancho y las espátulas de plata y tenía el vientre abierto.

Ya tenía las uñas doradas y la piel frotada con asfalto. Estaba entre dos embalsamadoras tan extrañamente parecidas entre sí que no pude distinguir a la que nos había recibido. Las dos lloraban, se arañaban la cara, besaban a mi hermano Ophélion y lo estrechaban entre sus brazos.

Llamé por la abertura de la cúpula, busqué la entrada de la sala subterránea y corrí hacia las otras cúpulas; pero no obtuve respuesta y vagué en la noche transparente y azul.

Mi opinión fue que las dos embalsamadoras eran hermanas, magas y celosas, y que habían matado a mi hermano Ophélion para guardar su bello cuerpo.

Me cubrí la cabeza con el manto y huí enloquecido de aquella comarca de sortilegios.


(El Rey de la Máscara de Oro)

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